martes, 28 de febrero de 2012

EL ARTISTA FUE LA GRAN GANADORA DE LA 84ª CEREMONIA DE LA ACADEMIA DE HOLLYWOOD

El mito de origen del Oscar, en la era digital

El triunfo de una película muda y en blanco y negro retrotrae el ritual a sus comienzos, cuando el cine atravesaba la transición del silente al sonoro, de la misma manera que ahora la industria debe pasar del sistema analógico al digital.

Por Luciano Monteagudo
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-24465-2012-02-28.html
 
La ceremonia del Oscar nació hace 84 años para que la industria de Hollywood pudiera celebrarse a sí misma, con lo cual no debería extrañar a nadie que la gran ganadora de la noche del domingo haya sido El artista, una suerte de carta de amor al cine de aquella época, una evocación del mito de origen, justamente cuando la Academia empezaba a constituirse y el cine mismo atravesaba una transición casi tan traumática como la que atraviesa hoy.




En el argumento de El artista –que acaparó cinco estatuillas: a la mejor película, director (Michel Hazanavicius), actor protagónico (Jean Dujardin), banda sonora (Ludovic Bource) y vestuario (Mark Bridges)– reverberan ecos de los de las múltiples versiones de Nace una estrella, con esa actriz que asciende al firmamento de Hollywood mientras su famoso mentor se hunde en las sombras del alcohol y del olvido. Pero también hay una referencia evidente a Cantando bajo la lluvia, que como ahora hace El artista también evocaba con ánimo divertido aquel momento en el que el cine mudo cedía frente al avance del sonoro y la industria toda (y no sólo los actores) debían aprender a hablar y adaptarse al nuevo medio.

Y si en aquella época los estudios, los sistemas de rodaje y por supuesto las salas debían reconfigurarse para adoptar micrófonos y parlantes, ahora la industria toda y los circuitos de exhibición están atravesando la reconversión final y definitiva al sistema digital. No es una casualidad que el animador Billy Crystal haya hecho más de una referencia a que la del domingo iba a ser la última ceremonia en el Kodak Theater, o por lo menos en el teatro con ese nombre. La legendaria casa Kodak –asociada por generaciones a la película fotográfica– está en quiebra, entre otras razones, porque no quiso, no supo o no pudo adecuarse a la era digital.
En este sentido, y aunque los votantes de la Academia la hayan ungido seguramente por razones sentimentales antes que racionales (el corazón tiene razones que la razón desconoce, decía Pascal) El artista bien puede venir a significar hoy el alegre canto del cisne del cine analógico, la despedida irreversible a una forma de concebir el cine que nació hace casi tantos años como la Academia misma y que ahora enfrenta una nueva era.

Además, la nostalgia siempre paga, y a veces mucho, como vino a descubrir el equipo de El artista. En el apogeo de los plasmas, los Ipads, las tabletas, los teléfonos inteligentes y todo tipo de pantallas individuales, El artista viene a recordar cómo eran aquellos tiempos en que el cine era capaz de abarrotar salas que albergaban a miles de personas soñando un mismo, hipnótico sueño colectivo. No por nada toda la estética de la ceremonia del domingo –desde la escenografía hasta el vestuario de algunos presentadores– evocaba la idea de esos viejos palacios donde el haz de luz que partía de la cabina de proyección literalmente parpadeaba a 24 fotogramas por segundo.

En este sentido, La invención de Hugo Cabret –que aun ganando tantas estatuillas como El artista (cinco) se quedó apenas con los premios técnicos, siempre considerados menores– trabaja en el sentido inverso. La película de Martin Scorsese evoca, es cierto, la figura de un pionero como Georges Méliès, pero lo hace con los recursos técnicos, estéticos y narrativos del cine de hoy. Y reivindicando además la capacidad visionaria de Méliès, su idea de futuro, lo que vendrá. El Hugo de Scorsese es, además, la película de un cineasta norteamericano que celebra a un francés, mientras que El artista es un proyecto francés que homenajea a Hollywood. Y parece que los casi 5800 miembros de la Academia no pudieron sustraerse a este sorpresivo halago venido desde el otro lado del Atlántico, de parte de una cinematografía como la francesa, que siempre le disputó a Hollywood todo, desde la invención misma del medio hasta su paradigma estético y su hegemonía económica.

En la nota del domingo ya se explicó por qué una película originalmente francesa podía competir en igualdad de condiciones con las de Hollywood, en lo que es esencialmente una fiesta local: porque tiene coproductores estadounidenses, porque el director Hazanavicius es francés, pero con residencia en los Estados Unidos, porque fue rodada en un estudio de Hollywood con la participación de numerosos actores locales y, finalmente, porque la película no tiene diálogos y sus intertítulos están en inglés. Dicho esto, debe señalarse que El artista es la primera película de producción francesa en alcanzar el Oscar mayor de Hollywood; que es la primera realización muda en obtener la estatuilla desde que Alas, en 1929, se llevó el premio en la ceremonia primigenia de la Academia; y que es el primer film en blanco y negro en llegar a esa instancia desde Piso de soltero (1960), de Billy Wilder.

Casualidad o no, el director Michel Hazanavicius dedicó su premio a “Billy Wilder, Billy Wilder y Billy Wilder”, mientras que su protagonista, Jean Dujardin, abrazado su estatuilla al mejor actor –que le arrebató a George Clooney, nada menos, quien en los papeles figuraba como favorito por su trabajo en Los descendientes–, se ocupó de recordar a su modelo, Douglas Fairbanks, que fue a su vez el ilustre antecesor de Billy Crystal, el animador de aquella velada inaugural de la Academia, 84 años atrás. En fin, que las muestras de amor correspondido entre franceses y hollywoodenses fueron y vinieron toda la noche, sobre todo en la última de las tres horas de la transmisión, cuando en el sprint final El artista se fue quedando como dueño casi absoluto de la ceremonia.

¿Sorpresas? Pocas, casi ninguna. En todo caso, hubo suspenso y tensión recién al final del asunto, en las categorías al mejor actor y actriz, cuando Dujardin desplazó a Clooney y Meryl Streep, en una votación que debe haber sido muy peleada, le ganó a la negra Viola Davis, que venía atropellando fuerte en las premiaciones previas, por su protagónico en Historias cruzadas. La Streep tiene el record de ser la actriz más nominada de la historia de la Academia, con 17 candidaturas. Y el domingo, gracias a su trabajosa composición de Margaret Thatcher en La dama de hierro, sumó su tercera estatuilla, después de las de Kramer vs. Kramer (1979) y La decisión de Sophie (1982), la primera como actriz secundaria y la segunda como protagónica.

Ella misma reconoció que buena parte de la audiencia que estaba viendo la transmisión podía sentir algo así como un molesto déjà vu, pero al fin y al cabo de eso se trató la ceremonia del domingo: de reivindicar al pasado, de afirmarse sobre valores ya conocidos. A excepción del premio al mejor guión adaptado –Alexan-der Payne, por Los descendientes–, las nuevas generaciones de Hollywood casi no tuvieron lugar en el show, salvo como presentadores (Tina Fey, Will Ferrel, Brad Cooper, Zach Galifianakis), a cargo de las bufonadas de turno.

Incluso un premio seguramente merecido, el de mejor actor secundario para Christopher Plummer por Beginners, quedó tristemente asociado no tanto a su talento como a su edad. Desde su rol de abogado del diablo (que debe agradecerse, dicho sea de paso), Crystal recordó que Plummer tenía 82 años mientras le agradecía, irónicamente, haber “elevado el promedio de edad de los premiados a 67”. Incluso el propio Plummer se dirigió a la estatuilla como su contemporánea: “Me llevás sólo dos años, ¿dónde estuviste todo este tiempo?”, le preguntó al Oscar, mientras el comentarista de la transmisión resaltaba que se trata del premiado más veterano, después de haber superado a Jessica Tandy, ganadora del Oscar cuando tenía sólo 80.

Se diría que la ceremonia del domingo –en la que también se celebró a un tal Carl, que hace 59 ediciones trabaja sustituyendo a las estrellas en sus butacas cuando se levantan para ir al baño, para que no queden lugares vacíos en el teatro– fue como una gran cuenta regresiva, donde todos miraban y señalaban hacia atrás, en un nostálgico retorno al pasado.

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