lunes, 22 de febrero de 2010

El escritor de una película

Por Ana Larravide
EDUARDO SACHERI, AUTOR DE LA NOVELA QUE DIO ORIGEN A LA PELICULA EL SECRETO DE TUS OJOS.
Porque tres millones de personas se han intrigado con La pregunta de sus ojos, su primera novela. Convertida en El secreto de sus ojos, por Juan José Campanella, es una de las cinco películas extranjeras ante el Oscar. Por el camino ha ganado el Premio Goya, en Madrid.
Porque su segunda novela, Aráoz y la verdad, la están ensayando Luis Brandoni y Diego Peretti. Adaptada por Gabriela Izcovich, se estrenará en abril en el teatro La Plaza.
Porque es alguien capaz de preguntarse “qué decisiones me trajeron aquí” y si ese aquí no le hace bien puede cambiar.
Es más joven que viejo. Enseña Historia. Además escribe “historias mentirosas, ficción, mezclando algunas gotas de líquido biográfico”. Los temas que le interesan son los que intrigan siempre: el destino, la posible traición, la posible esperanza, la redención del pasado. Los ubica en el barrio, la cancha, en lo cotidiano. Y en sus entrelíneas se puede escuchar más de lo que dice.
Sacheri cuenta. Sus cuentos suenan a cosas de verdad.
Dos días después de esta entrevista en Ituzaingó, donde vive el escritor, que además es profesor de Historia en el conurbano, Sacheri viajó a Madrid a participar de la premiación del Goya de la película que fue elegida para representar a la Argentina en los Oscar.

–Hay palabras que prefieren los escritores ¿sin darse cuenta? “Minuciosa” es de Borges. “Catástrofe” es de Sacheri.
–Amo las esdrújulas. Suenan bien. Me interesa la sonoridad de lo que voy escribiendo. Me gusta mucho leer en voz alta. Se sienten mejor los ritmos, la música de las frases, su estructura.
–Sus cuentos se ubican en estaciones de tren, en una cancha de fútbol, en un hospital. “De chilena” trata sobre el destino, sobre lo que parece inevitable y sobre la esperanza de que no lo sea. Esos temas vuelven en sus novelas.
–Me atraen siempre: el destino, la libertad, la muerte, el amor, la justicia, la solidaridad, el egoísmo. Dichos así en hilera suenan rimbombantes. El modo que encuentro de sacarles solemnidad y grandilocuencia es que se jueguen en tramas pequeñas y sencillas, como creo que se juegan en nuestra vida cotidiana. Los mismos temas con que se entretenían los griegos hace mil quinientos años son los que suceden en Tusango (como le decimos los locales a Ituizangó).
–¿Por qué eligió ser profesor de Historia?
–Cuando salí del secundario, como muchos pibes no sabía qué hacer. Seguí como carrera la única materia que me había gustado. Por el camino tuve otros trabajos. Uno de ellos en un juzgado. Me faltaba un año de facultad, cuando me casé (nos casamos jóvenes, de veinticuatro años). Terminé Historia y no me entusiasmaba para nada dar clase en el secundario (recordaba la bola que yo les había dado a mis profesores y pensaba: ¡Ir a predicar en el desierto!). Al final de la época de Menem el tema trabajo se había puesto muy difícil para un montón de gente, incluyéndome. Estaba trabajando en un supermercadito, en un barrio complicado, con niveles de violencia y de delincuencia. Y ahí te decís: “¿Cómo llegué hasta acá? ¿Qué decisiones me han traído hasta esta Pascua?”.
–Por lo general uno dice: “¡Ay, mirá lo que me pasó!” en vez de “¿Qué decisiones propias me trajeron a esto?”
–Creo que, por lo menos en la intimidad, uno se pregunta “¿Por qué estoy acá, qué hice?”. Mientras me lo preguntaba empecé a hacer dos cosas: a escribir, a escribir historias mentirosas, ficción, como para ir drenando lo que me iba pasando. Y tomé ¡miles de horas en el secundario! Tomé un montón de horas en escuelas donde el diablo perdió el poncho, horas que no quiere nadie, en zonas bravas.
–Ya estaba curtido, por el supermercadito.
–¡Claro! Y me dediqué a la docencia, fuerte. Fue todo un descubrimiento para mí entrar a un aula y ver que tenía cosas para decir y modos para compartir.
–Y que era posible sostener la atención de un público.
–Un público exigente. Me resultó, me resulta, bastante divertido. Las dos prácticas son bien complementarias. La del escritor y la del docente. Escribir es un ejercicio muy cerrado, muy vuelto hacia adentro. La docencia es todo lo contrario. Me permite equilibrar esa cosa de caverna introspectiva a la cual me conduce no sólo mi profesión de escritor sino mi propia idiosincrasia. La docencia además me afirmó algo que creo importantísimo: estoy convencido de que la mirada que se echa sobre nosotros también nos construye: es clave cómo mirás a cada alumno, es absolutamente central. Una mirada adusta, rígida, solemne, exigente, condiciona en un sinnúmero de sentidos. A la inversa, una mirada benevolente, pródiga, optimista te impulsa y te abre camino.
–Ese comienzo, escribiendo “historias mentirosas, ficción...” Gente que sabe del asunto dice que toda ficción es biografía y toda biografía, ficción.
–Seguro. Coincido con eso.
–En sus dos novelas hay mujeres inalcanzables. Irene (Soledad Villamil) en la película de Campanella tiene más presencia, pero en la novela es casi un ideal. También ideal fue la mujer de Morales. Y a la de Aráoz no la vemos.
–La mujer que da sentido a mis tramas suele ser la que hay que atraer. No está. Algo debe traerla.
–Líquido biográfico. ¿Quiénes fueron las mujeres de su infancia?
–Hermana, madre, tía, abuela, primas. Tengo una hermana, siete años mayor que yo, con la que tengo muy buena relación. Tengo un hermano más grande pero con menos presencia en mi vida. En realidad me crié mucho entre mujeres. Pero a la hora de construir historias me siento cómodo con una perspectiva masculina, más que ubicándolas en el centro de la trama. Aparecen como objeto de amor, de búsqueda, que facilita la condición narrativa. Uno de los temas que frecuento es precisamente la consecución del amor de una mujer.
–¿Siempre fue su barrio, Ituzaingó?
–Nosotros vivíamos en Castelar, la estación anterior a ésta. Mi papá murió cuando yo tenía diez años. Eso tiene que ver con estos padres maravillosos de mis cuentos.
–¿Cómo murió?
–De cáncer. Se murió de cáncer. Cuando yo tenía diez. Era un fumador. Mi viejo tenía un rol sumamente importante en la vida familiar. Era uno de esos tipos presentes. Muy presentes. Muy fuertes (no de físico), muy contenedores. Estaba mucho. Por suerte él fue así. Yo nací en el ’67. Todavía, en esa época, había de todo un poco: a veces los padres estaban presentes, a veces muy ausentes. Ahora es más usual que los varones nos involucremos de otro modo con la dinámica cotidiano/familiar (la única que hay, por otro lado). Fue un golpe muy fuerte, para los que quedamos, para mis hermanos y para mí; para mi vieja. Cuando murió mi viejo ella tenía cuarenta y ocho años. Seis años más de los que tengo ahora. Pero mi vieja clausuró su vida.
–¿Hacia ustedes, sus hijos?
–Hacia nosotros no, no. Pero le costó adaptarse a que nosotros creciéramos, nos fuéramos, armáramos parejas. Lo que pasa es que vos tirás tu ancla, pero los demás no.
–¿Y su padre, cómo era?, ¿le contaba cuentos?
–¿Mi viejo? Mi viejo me contaba el mundo. Yo era un pibe muy curioso y me encantaba escucharlo explicándome el funcionamiento de las cosas. El era odontólogo, me llevaba a veces a trabajar con él, bueno, al lugar donde trabajaba. Y lo que más recuerdo de mi viejo, aparte de los juegos en casa o de jugar a la pelota en la vereda, recuerdo esta cosa de paciencia y de mostrar cómo funcionaban los trenes, cómo funcionaban los aviones, cómo funcionaba el sistema político argentino.
–¿A un niño de diez años?
–En mi casa se hablaba mucho de política. Mi viejo era radical, ¿viste?, Unión Cívica Radical, militante de ese partido, clase media. Y se hablaba mucho. Pensá que eran los ’70, la vuelta del peronismo, los militares de antes (los de Onganía), los de después. En mi casa se conversaba mucho. Es un valor que te forma. Mi viejo era así. Era. Entonces, como te contaba, mi viejo murió. Encima, a esa edad en la cual un viejo así es una especie de superhéroe sin capa. Yo no llegué a la adolescencia cerca de él. Mi hijo mayor tiene trece y veo en sus ojos esta percepción de “Psss, qué boludo que sos” que llega después de los diez.
–Salgamos del tema padre. Vamos, mejor, a lo sonora y visual que es tu obra. Ese don que tenés para los diálogos. Lo encuentro también en Manuel Puig en Cae la noche tropical, ¡esas dos viejas hablando!...
–No lo leí. ¿Es una novela?
–¡Sí, si! ¡Dos viejas chochas, en tono de entrecasa, y pasa todo lo de la vida, en esa charla!
–De Puig leí cosas que me gustan mucho. El diálogo, como forma literaria, te pone ciertos límites. En el sentido de que te baja el nivel de abstracción del discurso. Porque uno no habla con las mismas palabras que piensa. Usa algo más coloquial, más básico. Entonces es difícil dialogar sobre ciertas cosas, salvo que vos construyas, en el libro, una conversación de madrugada, dos filósofos tomando vino, ¿no?
–Es difícil. Pero Puig puede hacer una novela con dos viejas hablando sobre lo que le pasa a la sirvienta o a la vecina de al lado.
–Lo que tiene Puig es un oído privilegiado. Un oído atento al rigor de la reproducción. Lo que escribe suena como verdad. Otro tipo que me gusta mucho como compone sus diálogos es Osvaldo Soriano. Sus tramas crecen de una manera caótica –y eso es lo que menos me gusta de este señor–, en cambio me encanta el modo en que sus personajes se construyen a partir de lo que dicen. Soriano no describe a sus personajes. Pero escuchándolos los conocés.
–Aráoz y la verdad sucede en un pueblo que se llama O’Connors, en una estación de nafta.
–Comencé Aráoz después de publicar La pregunta de sus ojos. Tenía esa sensación (que me agarra siempre ¡de catástrofe!) de “Nunca más voy a escribir nada” o de posible reiteración. “¿Estoy escribiendo siempre lo mismo o esto es bucear en lo que serán mis temas de toda la vida?”. Entonces intenté, consciente y voluntariamente, alejar ciertos temas que mis personajes solían frecuentar. Por ejemplo, mis padres (los de mis cuentos) solían ser amorosos, compañeros, héroes. Por eso, al padre de Aráoz lo convertí en todo lo contrario. Una figura fuerte, pero distinto.
–Despectivo, desvalorizador. Un padre nada estimulante.
–Otro cambio que intenté en Aráoz fue respecto a las mujeres. Me gustan las que arrebatan a los hombres y ellos se enamoran a partir de que sean hermosas, sensibles. Las mujeres de mis cuentos son así. Y en La pregunta de sus ojos, la jueza (Soledad Villamil en la película) tiene esa condición. En Aráoz y la verdad intenté salir de eso, pero no. La mujer es una mujer que no está. Sólo que, además, fui a dar a mi tema predilecto, la redención.
–¿Qué significa redención? ¿Redención de qué? ¿De qué culpa?
–Ah... ¡más que de una culpa, de un pasado! Que pesa y nos aplasta. Siento que es una redención doméstica y de volver a empezar. Para mí, lo más que le podemos pedir a la vida es eso: saldar cuentas y abrirnos a un futuro. Me parece que si la vida, de tanto en tanto, nos da eso ¡está bien! Dicho así parece que fuera poquito, ¡pero, para la mayoría de las vidas, es tan difícil volver a empezar!
–De encontrar sentido para seguir.
–Me gusta pensar que uno puede dejar atrás lo que le ha ocurrido. Para mí, la memoria es esencial en el ser humano. Pero le temo a la parálisis existencial que implica a veces una memoria muy pesada, que aplasta. Me parece que constituye una inercia que te entristece. Y empobrece todo lo que vivas. Creo que eso es lo que rescata Aráoz, esta idea: Mirá, el pasado no lo vas a cambiar, pero es posible reinterpretarlo. Eso es la clave para mí: ¡se puede cambiar! Ni más ni menos.
–En La pregunta de sus ojos, Morales, el viudo, se hace cargo de un juicio y una condena. Aprueba la pena dictada por un juez. Y pone su propia vida al servicio de que se cumpla. ¿La pena trae reparación?
–Si alguien toma la vida de otro no hay modo de reparar eso. La noción de Justicia queda reducida en esos casos a la noción de castigo: infligir una privación, un daño a quien dañó. Y eso suena a Talión. Es todo un tema, el castigo. Probablemente esa historia, esa novela, esté construida a partir de mis propias convicciones: yo digo, yo pienso, que no se puede tomar la vida de otro. De ninguno. De nadie y en ninguna circunstancia.
–Morales afirma que no admite la pena de muerte.
–La suya es una justicia mucho más costosa. Se implica él mismo en la condena, para que se cumpla. Para poder hacerse cargo de la pena, para poder hacer semejante cosa, tiene que tratarse de un tipo que elija “Mi vida terminó”. Siente que le ocurrió algo tan excepcional –el amor de Liliana Colotto– que no hay modo de que vuelva a sucederle algo así.
– Vive el empecinamiento en ese amor. Reconstruye como un tesoro la mañana de su último desayuno, la luz del sol en el perfil de su mujer. ¿Por qué eligió esa forma de amor para ese personaje?
–Es alguien que tiene que tener una forma de ser muy particular, para no desmayar en el intento de perduración... ni el día uno ni el día quinientos ni el día cinco mil (conste que no lo defiendo como el tipo de persona que me gustaría ser), es un tipo que no puede de ninguna manera cerrar su pasado. Por eso le genera tanta angustia que el presente en el cual pretende anclarse se le aleje orgánicamente, materialmente, se le vaya cada vez más lejos, al vivir. Está convencido de que no hay un futuro feliz para él. Sólo ese pasado. Hay un montón de gente que vive así. Gente que uno tiene alrededor.
–Benjamín no es como él.
–No.
–Benjamín vivió décadas sin encontrar palabras para lo que siente, hasta que las encuentra.
–Benjamín se redime. El sí. Aunque él y Morales están bastante próximos, buena parte de la solidaridad que le despierta ese viudo tiene que ver con reconocerse en él. Pero, cuando va y ve en qué ha convertido Morales su vida, dice: “Esto yo no lo quiero para mi. Trataré de que mis años sean distintos a los de este hombre”. Esa perseverancia en el dolor y en la muerte no es lo que él elige. Esa negativa ante cualquier salida, no. No.
–Horacio Quiroga escribió Los trucos del perfecto cuentista. ¿Hay trucos preferidos, además del gusto por el sonido y de esa visibilidad que tienen sus historias?
–Puede ser. Pero si los tengo, los tengo de manera involuntaria. Los trucos sin duda existen, pero me cuesta individualizarlos.
–Debe haber una práctica incorporada... como para tocar el piano o manejar.
–Hay un aprendizaje orgánico, estructurado, pautado en un pianista. En mí, no. Yo no aprendí a escribir, lo cual vuelve mi escritura un poco hermética a mis propios ojos.
–Bueno, hay gente que aprende con partituras y gente que toca de oído.
–Evidentemente ¡soy un escritor de oído!
–Que disfruta la escritura de Osvaldo Soriano.
–Desordenada pero enormemente rica en esto de dibujarte personas. Con una gran riqueza en lo que dicen. Vos te los imaginás, los conocés desde sus palabras, no por lo que cuentan. Por la forma de sus frases. Así que en relación a eso de Los trucos del cuentista... prefiero no pensarlos. Prefiero tocar de oído nomás.
–¿Como a las mujeres amadas, no hay que hablarles, no sea cosa que desaparezcan?
–¡No, no! ¡A las mujeres amadas hay que hablarles! Las minas son tracción a verso, dijo el poeta.
–¿Qué poeta?
–Un poeta. De barrio.
–Morales (Pablo Rago) dice una única frase en que sonríe: “¡Todavía no sé cómo me animé a hablarle a semejante belleza!”. En cambio, Benjamín Chaparro –el personaje de Ricardo Darín– no encontraba palabras. ¿Qué temía? ¿Por qué no le hablaba a Irene de lo que sentía?
–Hay toda una cuestión, como en la música. Hay un momento para cada cosa. Un ritmo. Si lo dejás pasar, chau. Yo creo que el tipo siente que nunca fue el momento. O mejor dicho, que tuvo la chance de decir algo, muy atrás en el tiempo. Y después las cosas dichas a destiempo pueden ser muy destructoras –piensa Chaparro– y puede perder lo poquito que tiene, eso de irse a tomar un café con ella. “¿Apostar esto que tengo y perderlo?” “¿Estoy dispuesto a perder esto?”
–Pero la única forma de salvarse es jugarse ese pequeño tesoro del cafecito con ella (al fin y al cabo tampoco es tan, tan seguro para siempre: nada lo garantiza).
–Por suerte para él, Benjamín Chaparro cambia. Resuelve: “No me callo más”.
–Y se manda una novela.
–Se manda una novela y, mientras se la cuenta y se la da a leer a Irene, ella le pregunta “¿Qué te pasa, Benjamín?”. Ella pregunta una cosa con palabras y otra con la mirada.
–La famosa puerta que siempre quedaba abierta, en la escena final se cierra.
–Hubo acuerdo con Campanella: que no hubiera besos. Que esa historia de amor quedara en la intimidad. A puerta cerrada.
–Gente muy discreta.
–Me gusta la discreción. Es más enriquecedor si logro ponerte en situación. Si yo consigo contarte a vos las cosas y que la historia funcione en tu cabeza. Si consigo poner en funcionamiento esas vidas en tu cabeza, cuanto más discreto sea, mejor. Porque ya todo lo que sucede con ellas te sucede a vos. Yo ya no tengo que intervenir. ¿Viste esos autos viejos, que funcionan a manivela? Mi deseo de escritor, de contador de una historia, es poner en marcha. Después, todo funcionará en tu cabeza. Es un equilibrio delicado porque si el escritor es demasiado discreto, demasiado distante, la fórmula no cuaja. Y si se va del otro lado y cuenta todo... yo, lector... siento que ¿para qué estoy? Yo escribo teniéndome a mi mismo como lector. Escribo como a mí me gusta leer. A mí me encanta que me pongan la cabeza en marcha, pero después necesito que me suelten.
–¿Por eso prefiere tramas que tienen algo del género policial de suspenso? Como le decía Hitchcok a Truffaut. “Si una bomba explota y saltan las sillas por el aire ya está todo visto, todo contado. Pero si ponemos en marcha el interés del espectador haciéndolo partícipe de que debajo de la mesa hay una bomba, su propio interés en lo que puede pasar contribuye a la narración”. Eso es suspenso, le dijo.
–Para mí tiene que ser así. Aunque el suspenso venga por un lado no policial, pero sí, que haya una intriga, algo por resolver.
–Una intriga como la del cuento “Los traidores”, del hincha enamorado de la hija del director de otro equipo... Los hermanos de esa chica lo van a surtir a piñas, seguramente. Pero ¿cuándo? ¿O no lo harán?
–¡Ah...! Vos me preguntaste al llegar cuál era la cancha que se ve desde el tren al venir hacia Ituzaingó? Cuando vuelvas al centro la primera es Castelar y sigue Morón: casi llegando a Morón, a mano derecha, tenés la cancha de Deportivo Morón, el escenario de ese cuento. Tiene que haber una intriga, sí. Es uno de los roles de la literatura.
–¿Siempre la hay?
–La literatura argentina actual abunda en historias sin intriga, descriptivas de los estados internos de quien escribe. Imaginate que escribís una novela en la que me invitás a perderme con vos en los laberintos de tu mente (eso no sería divertido, me parece) o que me proponés esa cosa básica, de acercarte y decir “¡Te voy a contar algo!, ¿sabés qué?”. ¡Eso ya nos conduce a otra cosa!, eso es lo artístico, eso es lo placentero. Vos autora y yo lector jugamos en algo que está fuera de nosotros dos: un suspenso, una intriga. Siempre se necesita una intriga. Aunque la historia sea de amor.
FUENTE Página/12

2 comentarios:

  1. Que buena nota la de pagina.... Sacheri parece tan simple .. tan de barrio que por eso y porque redacta bien este tipo de historias, te llega lo simple.

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  2. Nota que me gusto me dio la impresion de que es una persona muy interesante es que su forma de pensar hizo que llegara tanto con esa historia y que la pelicula gustara en gente de distintos paises ,no la habia leido asi que encontrarla en tu blog fue muy bueno

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